miércoles, 11 de abril de 2012

Apodos parte I







Orlando Ortega Reyes

Una de las expresiones socioculturales distintivas de un pueblo son los apodos.  Es a través de sus motes que se manifiesta el humor, la picardía, el sarcasmo, la ironía y la originalidad de sus habitantes y en muchos casos llegan a opacar al nombre que se obtuvo en la pila bautismal.  San Marcos no es la excepción y en su historia se encuentra una rica colección de remoquetes, algunos de los cuales han pasado de generación en generación y otros que se han perdido en el olvido.
A través de varios capítulos trataré de recordar los principales apodos que vivieron en el día a día de los sanmarqueños, procurando indagar sobre el origen de los mismos, más que hacer una simple lista.  Así mismo, evitaré aquellos sobrenombres que por atentar contra la dignidad de las personas, podrían herir susceptibilidades.  Aun así, de antemano pido disculpas si alguna remembranza molesta a algún conciudadano.
Estimo pertinente iniciar esta antología, con una aclaración sobre un concepto, que es de rigor cuando se habla de apodos.  Se trata del hipocorístico.  No se trata de un jarabe para la tos, sino que así se le llama a los apodos cariñosos los cuales se derivan de los nombres originales y que a nivel familiar se utilizan con frecuencia.  De esta manera, en San Marcos abundan los Chicos, Chemas, Cheyos, Mingos, Tavos, Chales, Minchos, Lolos, Chepes, Güichos, Toños, Chalos, Betos, Netos.  Habían otros un poco menos utilizados y tal vez muy particulares, como Pancho, Rudy, Meneno, Mito, Chebo, Voloy, Peleché.  En los nombres femeninos también encontramos Cheyas, Chilos, Tonas, Pinas, Chepas, Cheldas, Chelas, Chaguas y muy particulares como Chelona, Veva y Pocha.
En algunos casos, ya fuera por pura fregadera o bien para distinguir a dos usuarios del mismo hipocorístico, se agregaba un apodo, de tal manera que el paisano se hacía acreedor de dos apelativos.
Generalmente Tito es un hipocorístico reservado a quienes se llaman Ernesto, como es el caso del recordado Tito Zelaya y que orgullosamente lleva su hijo, o bien Humberto, Roberto y todos aquellos nombres que en diminutivo finalizan en Tito.  En mi caso, fue mi prima Giselle, hija de mi tío Emilio quien a muy corta edad, al no poder pronunciar Orlandito, que todavía por mi tamaño me iba, me bautizó como Tito y es el nombre con el que toda mi familia y el pueblo entero me identificaron y muchos todavía siguen haciéndolo.
No obstante, mi primer apodo me lo gané en el quinto grado de primaria.  Debido a un desaire que los ínclitos hijos de La Salle le hicieron a mi abuela en un acto de graduación, mi familia decidió retirarme de tan prestigioso colegio e ingresé a la Escuela de Varones Fernando Rojas Z.  El profesor titular era Salvador Carrillo, conocido por todos como “El avión” Carrillo, pues jugaba beisbol y en los eventos lucía un uniforme de la Fuerza Aérea que tenía un avión en la manga.  En esa época estaba de moda una canción que se llamaba “El alacrán” y que interpretaba una muchacha que en el intermedio hacía un diálogo en el que el profesor la manda a cantar y ella le dice que no puede.  Al preguntarle el profesor por qué, ella le contesta: – Porque tengo carrato.   En una ocasión en que El avión Carrillo trataba de montar una velada, hizo que cada uno de los alumnos pasara a cantar algo.  Como el canto nunca ha sido mi fuerte y como una forma de evadir el ridículo, le dije que no podía y al indagar por qué, le contesté: -Porque tengo carrato.  Toda la clase se puso a reír y desde entonces sólo me llamaban carrato.  Tal vez “El alacrán” hubiera estado mejor, un poco más temible, pero el caso es que todos ellos, por mucho tiempo sólo así me llamaban.  Entre ellos estaba y creo que es el único que todavía me llama así, Armando Aragón, quien por ser varios años mayor que el grupo nadie se atrevía a decirle “caballo”, pues además era el mejor alumno.  También estaba Jorge Morales a quien le llamábamos “Pluma” pues lo había heredado de su padre, el recordado Marquitos Pluma, Arturo Pérez a quien todavía no le llamaban El Cholo, Armando Flores a quien llamaban “Campanera”, Rodolfo Guevara quien al igual que sus hermanos llevaba el mote de “Perro de aguas”, Pablo Vargas (q.e.p.d.), Julio Rivas, un muchacho de Las Esquinas de apellido Mendieta que sólo camisas manga larga usaba y otros que no recuerdo.  Por alguna razón Salvador Carrillo no pudo finalizar impartiendo el quinto grado, por lo que trajeron de emergente a un muchacho de apellido Robleto, a quien llamaban, al igual que su padre “Tatalaco” y que fue el único profesor que se dio el lujo de varejonearme, no impunemente, pues años después me tocó pelonearlo al ingresar tardíamente a la universidad.
Muchos de los alumnos de la Escuela de Varones pasamos al Juan XXIII que abrió sus puertas cuando llegamos al sexto grado y nos fuimos para allá con todo y apodos.
Al año siguiente, regresé al Pedagógico y coincidió con una ocasión en que Ricardo Serrano, a quien todavía no le decían “Culito” y que estudiaba en el Centroamérica, comentó que había un torero español llamado “El curro” Ortega, por lo que así me quedé por toda la secundaria, pues se encargaron de diseminarlo por el colegio Gilberto Vega, a quien ahora todo mundo le dice doctor pero en esa época era “La perra”, Arturo “El Cholo” Pérez, Sergio Zepeda que pasó de “Cacaseno” a “El Genio”, Anastasio García que logró mantener su hipocorístico de “Tacho”, Julio Vega, Pablo Vargas, entre otros.
Al ingresar a la universidad llegué con 280 libras encima, por lo que de entrada pasé a ser “El gordo”, mote que no me duró pues me propuse deshacerme de tanto peso y bajé a las doscientas libras, ingresé al equipo de atletismo y empecé a levantar pesas.   Así que los compañeros de la Facultad empezaron a llamarme, irónicamente “Orlandito”.  En San Marcos en esa época a mi a hermano Oswaldo le regalaron unos guantes de boxeo y en el garaje de mi casa se realizaban unas buenas veladas boxísticas y cuando salía alguien de buen tamaña o peso, me lo echaban a mí, como era el caso de Toño Amoreti quien pasaba todo el día haciendo gimnasia y que por alguna razón le llamaban Camacho y él pacientemente corregía: -Amoreti..  Así que de Tito pasé a ser Titón, al igual que a los que superaban cierto tamaño en el pueblo les ponían el aumentativo, como Luis Cerda a quien lo conocen como Luisón o Luchón o bien,  Alejandro Calero a quien se le conoció como Calerón.
En México estuve casi 16 años, sin embargo, hay que resaltar que el mexicano es muy cauteloso y sigue muy al pie de la letra la máxima de Benito Juárez:  El respeto al derecho ajeno es la paz y la conservación de las muelas.  Así que a menos que exista una extrema confianza y conocimiento, no es fácil ponerle apodos a una persona.  De esta manera, en ese tiempo pasé a ser el Licenciado Ortega y para los amigos simplemente Orlando.
Al regresar a Nicaragua, a mediados de los noventa, fui llamado para dirigir un proyecto de suma importancia para el sector educativo, el cual era de gran interés de todas las partes que se ejecutara de manera eficiente y transparente, para lo cual había que trasmitir una imagen de seriedad extrema.  Así que pasé a ser Don Orlando tanto para los Ministros y funcionarios del Banco Mundial, como para los empleados del MED.  Me costaba un poco recibir ese trato pues en México el “Don” es un título de respeto que sólo se ganan las personas de más de 70 años.  Pero al final de cuentas uno se acostumbra.
Así pues el hipocorístico Tito quedó reservado para las gentes de San Marcos que me vieron crecer, para aquellos con quien jugaba en aquellas calles, para los paisanos que siempre recuerdan a la familia.  Incluso mi madre, nunca se acostumbró a llamarme de otra manera que no fuera Tito; igualmente sucede con mi prima Giselle.  Tal vez una excepción en esto sea la niña Flérida Noguera, quien toda la vida me ha llamado Orlandito, sin ninguna ironía.

Con licencia de don Orlando Ortega Reyes
Colaboración Henry Soto V.

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