Orlando Ortega Reyes
Una de las expresiones socioculturales distintivas de un pueblo son
los apodos. Es a través de sus motes que se manifiesta el humor, la
picardía, el sarcasmo, la ironía y la originalidad de sus habitantes y
en muchos casos llegan a opacar al nombre que se obtuvo en la pila
bautismal. San Marcos no es la excepción y en su historia se encuentra
una rica colección de remoquetes, algunos de los cuales han pasado de
generación en generación y otros que se han perdido en el olvido.
A través de varios capítulos trataré de recordar los principales
apodos que vivieron en el día a día de los sanmarqueños, procurando
indagar sobre el origen de los mismos, más que hacer una simple lista.
Así mismo, evitaré aquellos sobrenombres que por atentar contra la
dignidad de las personas, podrían herir susceptibilidades. Aun así, de
antemano pido disculpas si alguna remembranza molesta a algún
conciudadano.
Estimo pertinente iniciar esta antología, con una aclaración sobre un
concepto, que es de rigor cuando se habla de apodos. Se trata del
hipocorístico. No se trata de un jarabe para la tos, sino que así se le
llama a los apodos cariñosos los cuales se derivan de los nombres
originales y que a nivel familiar se utilizan con frecuencia. De esta
manera, en San Marcos abundan los Chicos, Chemas, Cheyos, Mingos, Tavos,
Chales, Minchos, Lolos, Chepes, Güichos, Toños, Chalos, Betos, Netos.
Habían otros un poco menos utilizados y tal vez muy particulares, como
Pancho, Rudy, Meneno, Mito, Chebo, Voloy, Peleché. En los nombres
femeninos también encontramos Cheyas, Chilos, Tonas, Pinas, Chepas,
Cheldas, Chelas, Chaguas y muy particulares como Chelona, Veva y Pocha.
En algunos casos, ya fuera por pura fregadera o bien para distinguir a
dos usuarios del mismo hipocorístico, se agregaba un apodo, de tal
manera que el paisano se hacía acreedor de dos apelativos.
Generalmente Tito es un hipocorístico reservado a quienes se llaman
Ernesto, como es el caso del recordado Tito Zelaya y que orgullosamente
lleva su hijo, o bien Humberto, Roberto y todos aquellos nombres que en
diminutivo finalizan en Tito. En mi caso, fue mi prima Giselle, hija de
mi tío Emilio quien a muy corta edad, al no poder pronunciar Orlandito,
que todavía por mi tamaño me iba, me bautizó como Tito y es el nombre
con el que toda mi familia y el pueblo entero me identificaron y muchos
todavía siguen haciéndolo.
No obstante, mi primer apodo me lo gané en el quinto grado de
primaria. Debido a un desaire que los ínclitos hijos de La Salle le
hicieron a mi abuela en un acto de graduación, mi familia decidió
retirarme de tan prestigioso colegio e ingresé a la Escuela de Varones
Fernando Rojas Z. El profesor titular era Salvador Carrillo, conocido
por todos como “El avión” Carrillo, pues jugaba beisbol y en los eventos
lucía un uniforme de la Fuerza Aérea que tenía un avión en la manga.
En esa época estaba de moda una canción que se llamaba “El alacrán” y
que interpretaba una muchacha que en el intermedio hacía un diálogo en
el que el profesor la manda a cantar y ella le dice que no puede. Al
preguntarle el profesor por qué, ella le contesta: – Porque tengo carrato.
En una ocasión en que El avión Carrillo trataba de montar una velada,
hizo que cada uno de los alumnos pasara a cantar algo. Como el canto
nunca ha sido mi fuerte y como una forma de evadir el ridículo, le dije
que no podía y al indagar por qué, le contesté: -Porque tengo carrato. Toda la clase se puso a reír y desde entonces sólo me llamaban carrato.
Tal vez “El alacrán” hubiera estado mejor, un poco más temible, pero el
caso es que todos ellos, por mucho tiempo sólo así me llamaban. Entre
ellos estaba y creo que es el único que todavía me llama así, Armando
Aragón, quien por ser varios años mayor que el grupo nadie se atrevía a
decirle “caballo”, pues además era el mejor alumno. También estaba
Jorge Morales a quien le llamábamos “Pluma” pues lo había heredado de su
padre, el recordado Marquitos Pluma, Arturo Pérez a quien todavía no le
llamaban El Cholo, Armando Flores a quien llamaban “Campanera”, Rodolfo
Guevara quien al igual que sus hermanos llevaba el mote de “Perro de
aguas”, Pablo Vargas (q.e.p.d.), Julio Rivas, un muchacho de Las
Esquinas de apellido Mendieta que sólo camisas manga larga usaba y otros
que no recuerdo. Por alguna razón Salvador Carrillo no pudo finalizar
impartiendo el quinto grado, por lo que trajeron de emergente a un
muchacho de apellido Robleto, a quien llamaban, al igual que su padre
“Tatalaco” y que fue el único profesor que se dio el lujo de
varejonearme, no impunemente, pues años después me tocó pelonearlo al
ingresar tardíamente a la universidad.
Muchos de los alumnos de la Escuela de Varones pasamos al Juan XXIII
que abrió sus puertas cuando llegamos al sexto grado y nos fuimos para
allá con todo y apodos.
Al año siguiente, regresé al Pedagógico y coincidió con una ocasión
en que Ricardo Serrano, a quien todavía no le decían “Culito” y que
estudiaba en el Centroamérica, comentó que había un torero español
llamado “El curro” Ortega, por lo que así me quedé por toda la
secundaria, pues se encargaron de diseminarlo por el colegio Gilberto
Vega, a quien ahora todo mundo le dice doctor pero en esa época era “La
perra”, Arturo “El Cholo” Pérez, Sergio Zepeda que pasó de “Cacaseno” a
“El Genio”, Anastasio García que logró mantener su hipocorístico de
“Tacho”, Julio Vega, Pablo Vargas, entre otros.
Al ingresar a la universidad llegué con 280 libras encima, por lo que
de entrada pasé a ser “El gordo”, mote que no me duró pues me propuse
deshacerme de tanto peso y bajé a las doscientas libras, ingresé al
equipo de atletismo y empecé a levantar pesas. Así que los compañeros
de la Facultad empezaron a llamarme, irónicamente “Orlandito”. En San
Marcos en esa época a mi a hermano Oswaldo le regalaron unos guantes de
boxeo y en el garaje de mi casa se realizaban unas buenas veladas
boxísticas y cuando salía alguien de buen tamaña o peso, me lo echaban a
mí, como era el caso de Toño Amoreti quien pasaba todo el día haciendo
gimnasia y que por alguna razón le llamaban Camacho y él pacientemente
corregía: -Amoreti.. Así que de Tito pasé a ser Titón, al igual que a
los que superaban cierto tamaño en el pueblo les ponían el aumentativo,
como Luis Cerda a quien lo conocen como Luisón o Luchón o bien,
Alejandro Calero a quien se le conoció como Calerón.
En México estuve casi 16 años, sin embargo, hay que resaltar que el
mexicano es muy cauteloso y sigue muy al pie de la letra la máxima de
Benito Juárez: El respeto al derecho ajeno es la paz y la conservación
de las muelas. Así que a menos que exista una extrema confianza y
conocimiento, no es fácil ponerle apodos a una persona. De esta manera,
en ese tiempo pasé a ser el Licenciado Ortega y para los amigos
simplemente Orlando.
Al regresar a Nicaragua, a mediados de los noventa, fui llamado para
dirigir un proyecto de suma importancia para el sector educativo, el
cual era de gran interés de todas las partes que se ejecutara de manera
eficiente y transparente, para lo cual había que trasmitir una imagen de
seriedad extrema. Así que pasé a ser Don Orlando tanto para los
Ministros y funcionarios del Banco Mundial, como para los empleados del
MED. Me costaba un poco recibir ese trato pues en México el “Don” es un
título de respeto que sólo se ganan las personas de más de 70 años.
Pero al final de cuentas uno se acostumbra.
Así pues el hipocorístico Tito quedó reservado para las gentes de San
Marcos que me vieron crecer, para aquellos con quien jugaba en aquellas
calles, para los paisanos que siempre recuerdan a la familia. Incluso
mi madre, nunca se acostumbró a llamarme de otra manera que no fuera
Tito; igualmente sucede con mi prima Giselle. Tal vez una excepción en
esto sea la niña Flérida Noguera, quien toda la vida me ha llamado
Orlandito, sin ninguna ironía.
Con licencia de don Orlando Ortega Reyes
Colaboración Henry Soto V.
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