miércoles, 6 de junio de 2012

Apodos de mi pueblo parte 5

Cuando todo era políticamente correcto

Orlando Ortega Reyes
En estos tiempos está muy de moda lo “Políticamente correcto” impuesto por los organismos encargados de los derechos humanos y conexos, que nos dan lineamientos para tratar a las personas y que ellas no se sientan discriminadas o maltratadas por algún rasgo particular, oficio o preferencia.  De ahí salió lo de “invidente”,  “hopoacúsico”, “sexoservidora”, “cuadrapléjico” y así por el estilo.  En el San Marcos que conocimos, pletórico de la inocencia pueblerina, se le llamaba al pan, pan y al vino, vino.  Si alguien no veía era ciego y si no podía escuchar era sordo.  Si ameritaba agregar su condición al nombre se le agregaba y si no, pues no.    Este fue el caso de Abel Vásquez, que todo el pueblo sabía que era ciego, que para ganarse el sustento vendía lotería y se le conocía simplemente como Abel, pues creo que no había nadie más con ese nombre.  No obstante, un ciudadano que se dedicaba a sacrificar chanchos y oficios conexos y que a duras penas escuchaba se le conocía como “El sordo” Coronado y es a quien se le atribuye el chiste de la colecta para la Capa del Padre García.
De esta forma, en el pueblo se hablaba de los defectos con naturalidad y quienes los padecían, no tomaban a mal que se les llamara con el nombre que el español castizo los denominaba desde siglos atrás.
Así fue que Oscar “El renco” Zelaya nunca se sintió menos por su apelativo, al contrario, ni siquiera le hacía caso a su condición pues se dio el lujo de hacer “La leonesa” en un salón cervecero que quedaba frente al González en Jinotepe, en compañía de una pandilla de sanmarqueños.  Pedrito “El coto” Vásquez no se inmutaba al saber que se referían a él con ese mote y Miguel Campos por su parte, no protestó al portar el remoquete de “Micifuz” en lugar de la referencia a que le hacía falta un brazo.
Uno de los conductores más famosos de San Marcos fue sin duda alguna Juan “Cabezón”, quien trabajó para don Silvestre Pérez y para la Hacienda San José de los Robleto y que por el volumen de su cabeza se hizo acreedor a dicho apodo, que se lo trasmitió a su hermano Tito, también de oficio conductor.  No obstante sus amigos tenían la deferencia de llamarlos “Cabeza” a secas.
Había en el pueblo dos hermanos, gemelos si mal no recuerdo, que por alguna razón genética les hacía falta una oreja.  Generalmente en todos lados le llamaban a las personas con esta condición, bacinilla, sin embargo, en el pueblo se les conocía con el apodo de Chungo.  Los dos eran aprendices de músicos, uno de ellos tocaba los platillos y el otro pasó toda su vida tratando de arrancarle un sonido afinado a una destartalada trompeta.  En una Semana Santa, si la memoria no me traiciona, uno de ellos pereció ahogado en una laguna del lado de Masaya, tragedia que llenó de pesar al pueblo, pero que en medio del dolor no dejó de causar hilaridad el hecho que el locutor de la Radio Masaya al dar la noticia dijera que el cadáver tenía varios días de estar en el agua pues los pescados se le habían empezado a devorar las orejas.  Uno de ellos era casado con la Mariana, una simpática mujer que preparaba la mejor cajeta de coco, negra con tamarindo, que se hubiera probado en todo el Pacífico de Nicaragua.  Ella heredó el remoquete y todo el pueblo la llamaba Mariana Chunga y manteniendo una sonrisa en los labios jamás se resintió por el apodo.
Había un muchacho que empezó vendiendo afuera del Teatro Julia y luego fue despachador en la gasolinera Texaco, tenía una cicatriz enorme en uno de sus cachetes de tal forma que se ganó el apodo de “Mordisco de burro”.  A otro con similar condición le llamaron irónicamente “Chacobeo” y otro que no tenía ningún rasgo parecido le pusieron “Frente de cabro”.
Uno de los hermanos Meléndez, que por su labio leporino no podía pronunciar bien las palabras, le endilgaron el apodo de “Maqueca”, seguramente al no poder pronunciar “Manteca”.  Pero esto no hacía mella en su ánimo, pues se atrevía a fingir la voz para lanzarle improperios a Eduardo Gutiérrez en el Teatro Julia cuando se cortaba la película.
Miguel llegó chavalo a San Marcos, parece que era originario de Rivas y a pesar de tener serias complicaciones mentales, tenía la capacidad para cierto discernimiento que le permitía realizar tareas simples como recolectar basura y repartir los programas diarios del Teatro Julia.  Todos lo conocían como Miguel “Loco” sin embargo, nunca se escuchó algún episodio violento en el que hubiera estado involucrado.  Cuentan que un día una señora estaba en su casa saliendo del baño, cuando de repente vio que en su recámara estaba Miguel “Loco”.  Ella entró en pánico pues se imaginó lo peor, sin embargo, Miguel simplemente sonrió, le entregó el programa del cine y se fue.
Elena Robleto, por su parte, según contaban quienes la conocieron en su juventud era una muchacha muy linda y con un patrimonio considerable y dicen las malas lenguas que ciertas personas inescrupulosas para quedarse con sus bienes, empezaron a asustarla y hacer lo posible para que perdiera la razón, habiéndolo logrado al final y ellas mismas se encargaron de llamarla Elena “Loca”.   Aun con sus facultades mentales afectadas, Elena peleaba diario contra su adversidad y sus demonios interiores para criar a su hija María Amalia, a quien quería entrañablemente y creo que lo sigue haciendo, pues a pesar de rondar por los cien años, si no me equivoco todavía sigue viva.
A finales de los setenta, llegó a San Marcos un comandante de la Guardia Nacional, no recuerdo su nombre, pero que debido a la conformación de su torso, la gente inmediatamente lo bautizó como “Culo alto”.  Como no era sanmarqueño, no podía entender que los apodos eran códigos propios del pueblo y que una de las normas ancestrales era que nadie botaba la gorra con el propio.  Así que era todo un espectáculo cuando el tal comandante entraba al cine Plaza y al identificarlo sobraba alguien que con voz atiplada gritara:  ¡Culo alto!, causando la ira del uniformado que por todos los medios trataba de identificar al agresor.
En algunos casos no dejaba de haber cierta envidia en estos apodos, por ejemplo en el caso de una muchacha que tenía una boca sexy, de esas que ahora se logran a base de Botox, pero que las lenguas viperinas de ese entonces se encargaron de bautizar como “La 64 dientes”.  Por otra parte, los había llenos de ironía, como en el caso de la joven que presumía de tener una figura esbelta, cuando sus caderas ocupaban toda la acera, llegándose a ganar el mote de “La pantalón 28”.
Quizás ahora que se mantiene lo políticamente correcto, ya hayan desaparecido todo ese tipo de remoquetes, pero definitivamente no hay como aquellos tiempos en que llamábamos a las cosas por su nombre.
Colaboracion de Henry Soto V.

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