Cuando todo era políticamente correcto
Orlando Ortega Reyes
En estos tiempos está muy de moda lo “Políticamente correcto”
impuesto por los organismos encargados de los derechos humanos y
conexos, que nos dan lineamientos para tratar a las personas y que ellas
no se sientan discriminadas o maltratadas por algún rasgo particular,
oficio o preferencia. De ahí salió lo de “invidente”, “hopoacúsico”,
“sexoservidora”, “cuadrapléjico” y así por el estilo. En el San Marcos
que conocimos, pletórico de la inocencia pueblerina, se le llamaba al
pan, pan y al vino, vino. Si alguien no veía era ciego y si no podía
escuchar era sordo. Si ameritaba agregar su condición al nombre se le
agregaba y si no, pues no. Este fue el caso de Abel Vásquez, que todo
el pueblo sabía que era ciego, que para ganarse el sustento vendía
lotería y se le conocía simplemente como Abel, pues creo que no había
nadie más con ese nombre. No obstante, un ciudadano que se dedicaba a
sacrificar chanchos y oficios conexos y que a duras penas escuchaba se
le conocía como “El sordo” Coronado y es a quien se le atribuye el
chiste de la colecta para la Capa del Padre García.
De esta forma, en el pueblo se hablaba de los defectos con
naturalidad y quienes los padecían, no tomaban a mal que se les llamara
con el nombre que el español castizo los denominaba desde siglos atrás.
Así fue que Oscar “El renco” Zelaya nunca se sintió menos por su
apelativo, al contrario, ni siquiera le hacía caso a su condición pues
se dio el lujo de hacer “La leonesa” en un salón cervecero que quedaba
frente al González en Jinotepe, en compañía de una pandilla de
sanmarqueños. Pedrito “El coto” Vásquez no se inmutaba al saber que se
referían a él con ese mote y Miguel Campos por su parte, no protestó al
portar el remoquete de “Micifuz” en lugar de la referencia a que le
hacía falta un brazo.
Uno de los conductores más famosos de San Marcos fue sin duda alguna
Juan “Cabezón”, quien trabajó para don Silvestre Pérez y para la
Hacienda San José de los Robleto y que por el volumen de su cabeza se
hizo acreedor a dicho apodo, que se lo trasmitió a su hermano Tito,
también de oficio conductor. No obstante sus amigos tenían la
deferencia de llamarlos “Cabeza” a secas.
Había en el pueblo dos hermanos, gemelos si mal no recuerdo, que por
alguna razón genética les hacía falta una oreja. Generalmente en todos
lados le llamaban a las personas con esta condición, bacinilla, sin
embargo, en el pueblo se les conocía con el apodo de Chungo. Los dos
eran aprendices de músicos, uno de ellos tocaba los platillos y el otro
pasó toda su vida tratando de arrancarle un sonido afinado a una
destartalada trompeta. En una Semana Santa, si la memoria no me
traiciona, uno de ellos pereció ahogado en una laguna del lado de
Masaya, tragedia que llenó de pesar al pueblo, pero que en medio del
dolor no dejó de causar hilaridad el hecho que el locutor de la Radio
Masaya al dar la noticia dijera que el cadáver tenía varios días de
estar en el agua pues los pescados se le habían empezado a devorar las
orejas. Uno de ellos era casado con la Mariana, una simpática mujer que
preparaba la mejor cajeta de coco, negra con tamarindo, que se hubiera
probado en todo el Pacífico de Nicaragua. Ella heredó el remoquete y
todo el pueblo la llamaba Mariana Chunga y manteniendo una sonrisa en
los labios jamás se resintió por el apodo.
Había un muchacho que empezó vendiendo afuera del Teatro Julia y
luego fue despachador en la gasolinera Texaco, tenía una cicatriz enorme
en uno de sus cachetes de tal forma que se ganó el apodo de “Mordisco
de burro”. A otro con similar condición le llamaron irónicamente
“Chacobeo” y otro que no tenía ningún rasgo parecido le pusieron “Frente
de cabro”.
Uno de los hermanos Meléndez, que por su labio leporino no podía
pronunciar bien las palabras, le endilgaron el apodo de “Maqueca”,
seguramente al no poder pronunciar “Manteca”. Pero esto no hacía mella
en su ánimo, pues se atrevía a fingir la voz para lanzarle improperios a
Eduardo Gutiérrez en el Teatro Julia cuando se cortaba la película.
Miguel llegó chavalo a San Marcos, parece que era originario de Rivas
y a pesar de tener serias complicaciones mentales, tenía la capacidad
para cierto discernimiento que le permitía realizar tareas simples como
recolectar basura y repartir los programas diarios del Teatro Julia.
Todos lo conocían como Miguel “Loco” sin embargo, nunca se escuchó algún
episodio violento en el que hubiera estado involucrado. Cuentan que un
día una señora estaba en su casa saliendo del baño, cuando de repente
vio que en su recámara estaba Miguel “Loco”. Ella entró en pánico pues
se imaginó lo peor, sin embargo, Miguel simplemente sonrió, le entregó
el programa del cine y se fue.
Elena Robleto, por su parte, según contaban quienes la conocieron en
su juventud era una muchacha muy linda y con un patrimonio considerable y
dicen las malas lenguas que ciertas personas inescrupulosas para
quedarse con sus bienes, empezaron a asustarla y hacer lo posible para
que perdiera la razón, habiéndolo logrado al final y ellas mismas se
encargaron de llamarla Elena “Loca”. Aun con sus facultades mentales
afectadas, Elena peleaba diario contra su adversidad y sus demonios
interiores para criar a su hija María Amalia, a quien quería
entrañablemente y creo que lo sigue haciendo, pues a pesar de rondar por
los cien años, si no me equivoco todavía sigue viva.
A finales de los setenta, llegó a San Marcos un comandante de la
Guardia Nacional, no recuerdo su nombre, pero que debido a la
conformación de su torso, la gente inmediatamente lo bautizó como “Culo
alto”. Como no era sanmarqueño, no podía entender que los apodos eran
códigos propios del pueblo y que una de las normas ancestrales era que
nadie botaba la gorra con el propio. Así que era todo un espectáculo
cuando el tal comandante entraba al cine Plaza y al identificarlo
sobraba alguien que con voz atiplada gritara: ¡Culo alto!, causando la
ira del uniformado que por todos los medios trataba de identificar al
agresor.
En algunos casos no dejaba de haber cierta envidia en estos apodos,
por ejemplo en el caso de una muchacha que tenía una boca sexy, de esas
que ahora se logran a base de Botox, pero que las lenguas viperinas de
ese entonces se encargaron de bautizar como “La 64 dientes”. Por otra
parte, los había llenos de ironía, como en el caso de la joven que
presumía de tener una figura esbelta, cuando sus caderas ocupaban toda
la acera, llegándose a ganar el mote de “La pantalón 28”.
Quizás ahora que se mantiene lo políticamente correcto, ya hayan
desaparecido todo ese tipo de remoquetes, pero definitivamente no hay
como aquellos tiempos en que llamábamos a las cosas por su nombre.
Colaboracion de Henry Soto V.
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