El sello del oficio
Orlando Ortega Reyes
Muchas veces el pueblo es muy afecto a trasladar el nombre de un negocio a su propietario y de esta forma nacen apodos que tienen que ver con una razón social o un producto. En esta categoría constituye un ejemplo muy ilustrativo el caso de don José García. Tal vez en otras circunstancias hubiese sido simplemente José “Chele” García, sin embargo, su espíritu emprendedor le llevó a instalar la primera industria que tuvo San Marcos, el Café Sello de Oro y fue así que quedó bautizado como José Sello de Oro. Al ser un negocio floreciente, este sobrenombre lo portó siempre don José con orgullo.
Una de las cantinas más folklóricas de San Marcos, que combinaba la venta de guaro lija con el expendio de chancho en sus diferentes modalidades fue la llamada “Los besos brujos”, situada en el costado este de la iglesia. Este nombre fue tomado de un tango de Alfredo Malebar y Rodolfo Sciammarella del año 1937 y que Libertad Lamarque se encargó de hacer famoso a nivel mundial. Por tal motivo, su propietaria se convirtió con el tiempo en Doña Elsita “Besos Brujos”.
Otra cantina del pueblo, caracterizada por su nombre original era “Las gotitas dulces”. Cuando estuve de aprendiz de carpintería donde mi compadre Toño García, tenía de asistente a un hijo de los dueños de esa cantina. Se llamaba Orlando, pero todo el mundo lo conocía como “Gotitas Dulces”. Era un tipo que siempre estaba sonriendo y cantando mientras manejaba la garlopa. Según mi padre, era quizá el hombre más suertudo de San Marcos, pues él no había visto un caso de tétanos que hubiera sobrevivido a excepción de Gotitas Dulces. Como si fuera poco, en una ocasión estaba realizando un trabajo donde don Arturo García junto a la Casa Cural, cuando por descuido, teniendo en la boca unos pequeños clavos, sin saber cómo se los tragó. La señora se asustó y lo único que se le ocurrió fue agarrar una cabeza de bananos que tenía a mano y empezó a engullirlo de bananos. Esta vez también se salvó pues los clavos no llegaron a lesionarle el tracto digestivo ni tampoco la cantidad de bananos llegó a provocarle una congestión.
A finales de los años cincuenta llegó al pueblo una señora que aparentemente venía del Caribe y bautizó la cantina que abrió como el Krique de Oro. Inicialmente estaba ubicada cerca de la salida a Jinotepe, luego se pasó cerca de mi casa en la Calle del Calvario. Era una señora muy correcta que mantenía el orden en su negocio. Tenía un hijo que era un excelente alumno, muy inteligente y aplicado llamado Leonel Méndez. Era además un buen jugador de beisbol, zurdo si mal no recuerdo y para toda la pandilla era simplemente “Krique”. Cuando llegábamos a su casa a buscarlo para jugar beisbol, se nos hacía fácil preguntarle a su mamá por “Krique”, a lo cual la señora siempre nos corregía: -No se llama “Krique”, se llama Leonel.
La chibolería de Juan Molina no tenía nombre, sin embargo, sus hijos, unos más que otros, tuvieron que llevar, por un buen rato, el apodo de “Chibola”. Así mismo, Augusto Rivera, por vender en una época menudo de chancho, se hizo acreedor a ese apodo. Lo mismo sucedió con los que vendían los Sorbetes El Gallo se quedaron como gallos. A los del Canal 2 Bar les decían Canalitos. A la Sarita que vendía raspados y deliciosos frescos le quedó el nombre de Sara “Fresco”, apodo que heredaron sus hijos.
Frente al Parque había una sastrería que mandó a elaborar un rótulo anunciando los productos que ofrecía, sin embargo, el encargado, la única tabla que encontró era angosta y no tuvo otro remedio que escribir: Seven/den/panta/lones. Así que el sastre se quedó como Seven Den.
Es importante concluir este capítulo con lo contradictorio que podría ser el pueblo con sus apodos. En los años sesenta, de la casa de los Serrano unos metros al este, se instaló una agencia de la funeraria “El Amparo”. El encargado tenía una apariencia muy apropiada para el oficio, muy correcto, muy comprensivo del dolor ajeno. Vivía con su familia, incluyendo dos hijas jóvenes y se decía, nunca pude constatar si era cierto, que sin empacho alguno, cuando cerraban a mediodía, ellas tomaban una siesta en los ataúdes de muestra. Un día un amigo llegó con la noticia: -A qué no sabés como le dicen a las muchachas de la funeraria. –Pues no, le respondí. –Será acaso “Las amparo” o “Las morticias”. –Nada papito, me dijo. –Las Ray-O-Vac. Ahí no me quedó más que hacer como Condorito: -Flop.
Orlando Ortega Reyes
Muchas veces el pueblo es muy afecto a trasladar el nombre de un negocio a su propietario y de esta forma nacen apodos que tienen que ver con una razón social o un producto. En esta categoría constituye un ejemplo muy ilustrativo el caso de don José García. Tal vez en otras circunstancias hubiese sido simplemente José “Chele” García, sin embargo, su espíritu emprendedor le llevó a instalar la primera industria que tuvo San Marcos, el Café Sello de Oro y fue así que quedó bautizado como José Sello de Oro. Al ser un negocio floreciente, este sobrenombre lo portó siempre don José con orgullo.
Una de las cantinas más folklóricas de San Marcos, que combinaba la venta de guaro lija con el expendio de chancho en sus diferentes modalidades fue la llamada “Los besos brujos”, situada en el costado este de la iglesia. Este nombre fue tomado de un tango de Alfredo Malebar y Rodolfo Sciammarella del año 1937 y que Libertad Lamarque se encargó de hacer famoso a nivel mundial. Por tal motivo, su propietaria se convirtió con el tiempo en Doña Elsita “Besos Brujos”.
Otra cantina del pueblo, caracterizada por su nombre original era “Las gotitas dulces”. Cuando estuve de aprendiz de carpintería donde mi compadre Toño García, tenía de asistente a un hijo de los dueños de esa cantina. Se llamaba Orlando, pero todo el mundo lo conocía como “Gotitas Dulces”. Era un tipo que siempre estaba sonriendo y cantando mientras manejaba la garlopa. Según mi padre, era quizá el hombre más suertudo de San Marcos, pues él no había visto un caso de tétanos que hubiera sobrevivido a excepción de Gotitas Dulces. Como si fuera poco, en una ocasión estaba realizando un trabajo donde don Arturo García junto a la Casa Cural, cuando por descuido, teniendo en la boca unos pequeños clavos, sin saber cómo se los tragó. La señora se asustó y lo único que se le ocurrió fue agarrar una cabeza de bananos que tenía a mano y empezó a engullirlo de bananos. Esta vez también se salvó pues los clavos no llegaron a lesionarle el tracto digestivo ni tampoco la cantidad de bananos llegó a provocarle una congestión.
A finales de los años cincuenta llegó al pueblo una señora que aparentemente venía del Caribe y bautizó la cantina que abrió como el Krique de Oro. Inicialmente estaba ubicada cerca de la salida a Jinotepe, luego se pasó cerca de mi casa en la Calle del Calvario. Era una señora muy correcta que mantenía el orden en su negocio. Tenía un hijo que era un excelente alumno, muy inteligente y aplicado llamado Leonel Méndez. Era además un buen jugador de beisbol, zurdo si mal no recuerdo y para toda la pandilla era simplemente “Krique”. Cuando llegábamos a su casa a buscarlo para jugar beisbol, se nos hacía fácil preguntarle a su mamá por “Krique”, a lo cual la señora siempre nos corregía: -No se llama “Krique”, se llama Leonel.
La chibolería de Juan Molina no tenía nombre, sin embargo, sus hijos, unos más que otros, tuvieron que llevar, por un buen rato, el apodo de “Chibola”. Así mismo, Augusto Rivera, por vender en una época menudo de chancho, se hizo acreedor a ese apodo. Lo mismo sucedió con los que vendían los Sorbetes El Gallo se quedaron como gallos. A los del Canal 2 Bar les decían Canalitos. A la Sarita que vendía raspados y deliciosos frescos le quedó el nombre de Sara “Fresco”, apodo que heredaron sus hijos.
Frente al Parque había una sastrería que mandó a elaborar un rótulo anunciando los productos que ofrecía, sin embargo, el encargado, la única tabla que encontró era angosta y no tuvo otro remedio que escribir: Seven/den/panta/lones. Así que el sastre se quedó como Seven Den.
Es importante concluir este capítulo con lo contradictorio que podría ser el pueblo con sus apodos. En los años sesenta, de la casa de los Serrano unos metros al este, se instaló una agencia de la funeraria “El Amparo”. El encargado tenía una apariencia muy apropiada para el oficio, muy correcto, muy comprensivo del dolor ajeno. Vivía con su familia, incluyendo dos hijas jóvenes y se decía, nunca pude constatar si era cierto, que sin empacho alguno, cuando cerraban a mediodía, ellas tomaban una siesta en los ataúdes de muestra. Un día un amigo llegó con la noticia: -A qué no sabés como le dicen a las muchachas de la funeraria. –Pues no, le respondí. –Será acaso “Las amparo” o “Las morticias”. –Nada papito, me dijo. –Las Ray-O-Vac. Ahí no me quedó más que hacer como Condorito: -Flop.
Colaboración Henry Soto V.
Comentar no cuesta nada, dejen sus comentarios del blog, gracias
ResponderEliminar